jueves, 4 de septiembre de 2008

Los claros laberínticos del aire



El laberinto suele imaginarse como arquitectura de la confusión, como un infierno subterráneo, o un bosque de profusos senderos. Ocultar, confundir, extraviar, son sus principales funciones (2). El laberinto clásico por excelencia, el laberinto de Cnossos, construido por Dédalo, por mandato del Rey Minos, buscaba ocultar en su centro el Minotauro, nacido de la perversa relación entre Pasifae, esposa del monarca de Creta, y el toro blanco obsequiado por el dios Posidón (3). Teseo, el héroe matador del Minotauro, luego de su hazaña y su instante de gloria, se despeña en la perversidad y la necedad al aceptar la propuesta de su amigo Piritoo de bajar al Hades para secuestrar a Perséfone, la hija de Démeter, la de la rubicunda cabellera. En el mundo subterráneo del Hades se extravía en laberintos corredores hasta que, al detenerse a descansar, se queda petrificado en una roca letal (4).

Lo laberíntico divide, complejiza y enreda el espacio. Y en el laberinto de senderos inmanejables, el humano descubre su finitud, su imposibilidad para ser dueño de una verdad quieta, sumisa, de amables y tranquilizadores brillos.

Así, la imagen mítica del laberinto es una expresión exacerbada de la incapacidad humana para comprender y dominar la totalidad del espacio.

El espacio y su vastedad ofrecen incalculables caminos para ser recorridos, explorados. La suma de todos estos senderos posibles es el laberinto. Frente a las múltiples vías de movimiento en el espacio, el humano puede extraviarse fácilmente. El hombre se pierde en el laberinto porque es incapaz de comprender e imaginar a la vez todos los caminos posibles hacia un centro que quizá sea la verdad (5). El humano necesita de la simplificación: de un solo camino que lo oriente hacia la meta deseada. Pero hacia todo, y en especial hacia ese centro simbólico donde vive la verdad, existen, al menos potencialmente, inacabables sendas. Desde esta perspectiva, el laberinto se compone de todos los senderos posibles y paralelos hacia el centro profundo de la existencia universal, o hacia la revelación de un destino personal.

Pero los muchos caminos posibles no niegan que halla uno especial que sea el "más corto" o eficaz para arribar al centro.

Entre los muchos caminos posibles hacia un destino, el mamífero humano se extravía fácilmente. Es lo que ocurre en una gran ciudad. Cuando buscamos una meta o destino dentro de la intrincada urbe moderna, rápidamente podemos perdernos. La ciudad deviene así una especie particular de laberinto que nos condena a la confusión y el extravío. Experimentamos así nuestra incapacidad para elegir el camino más corto hacia la meta. Para hallar entonces el sendero adecuado, necesitamos retahílas de señales observables: números y nombres de calles, edificios o carteles (6). Esta misma búsqueda de señas visibles conducía al cazador primitivo hacia su esquiva meta: el cuerpo libre y apetecido del animal (7).

¿Pero qué ocurre cuando el mamífero pensante no puede apelar a las señas visibles, cuando para arribar a su meta, debe atravesar bosques o llanuras que carecen de marcas que lo guíen? La sola biología humana, es incapaz de elegir el camino correcto. Entonces, la insuficiencia de los propios sentidos es compensada con instrumentos, aparatos, brújulas magnéticas.

El bosque, y las vastas planicies terrestres o marinas, pueden extraviarnos. Lo mismo que el espacio aéreo. Lo mismo que en los laberintos de la tierra, el agua o la ciudad, podríamos perdernos en laberintos de aire.

Pero el laberinto aéreo es siempre vencido y sojuzgado por el ave viajera. Sin necesidad de instrumentos, por el poder misterioso y natural de su propia biología, el ave percibe los campos magnéticos imperceptibles para nosotros, débiles mamíferos pensantes. El ave migratoria no vuela entonces en un laberinto de aire de amenazante amplitud. Por el contrario, el cielo para el ave es el transparente reino del magnetismo que guía un viaje seguro y feliz.

El ave vence el peligro del laberinto del aire con el poder de sus alas y la secreta invocación a una divinidad. Cuya voz habla, guía y atrae mediante palabras cargadas de atracción magnética.

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