miércoles, 17 de agosto de 2011

El tero

¡Tero-tero, tero-tero!...
Y fingen, rojas y alternas,
sus aceleradas piernas
los canutos del flautero.

¡Tero-tero!... Y así embauca
con su propio grito iluso,
lejos del huevo confuso
de pinta pecosa y glauca.

Todo el campo se alborota
y con premioso desvelo,
en un concéntrico vuelo
ya el grito en el aire flota.

En su ala picaza oscila
el sol que al trasluz la esmalta,
y parece que en voz alta
se alegra la luz tranquila.

Desde el rancho, hacia el camino
mira alguien desde la puerta,
porque nunca desacierta
su anuncio de buen vecino;

que así, de noche o de día,
siempre cerca de la casa,
al ruido de lo que pasa
suelta su grito a pofría.

Grito familiar que el viento
lleva por llanos y charcas,
aunque, según las comarcas,
tiene distinto el acento.

Grito que al compás del ala
va en perentorios rechazos,
cual si espantara a cañazos
a la gente intrusa y mala.

Así, de intrépido modo
avizoran hembra y macho,
erguido el negro penacho,
pronto el espolín del codo.

La gola que se le crispa,
fugaz tornasol dilata,
y el espolín escarlata
adquiere un brillo de chispa.

O bien, con sagaz remusgo,
al soslayo se agazapa,
bajo su evasiva capa
de adecuado color musgo.

Y así vigila expedito,
con firmeza valerosa,
siempre claro el ojo rosa,
pronto siempre el claro grito.

¡Tero-tero! con la aurora
que ruboriza ese alarde.
¡Tero-tero! con la tarde
que nubes y campos dora.

¡Tero-tero! en el estero
que va la sombra aplomando.
Y en el plenilunio blando,
¡Tero-tero, tero-tero!...

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