miércoles, 15 de junio de 2011

Los tordos


Del árbol que aterido se avejenta,
brota de un trino de lírico deleite,
y la siesta invernal se entibia, lenta,
en una suave claridad de aceite.

Poco a poco, otro trino se levanta,
y otro, otro y otros, en concierto tal,
que parece que todo el árbol canta
cual si se hubiera vuelto de cristal.

Pónese a oir, devoto, el campo entero;
oye la casa, y con quietud sumisa,
parpadea en las pajas del alero
el trémulo silencio de la brisa.

No cantan el amor, que aun el invierno
vela los talles con su ambiguo tul;
sino, como soñando en gozo eterno,
la ligera ebriedad del día azul.

Encogido en el nudo de su rama,
cada uno afina el inspirado alegro;
y en su negrura cárdena se inflama
con viva nitidez su ojo más negro.

Y el negro pico ajusta la armonía
con primoroso engaste de joyel.
Alicates de aquella pedrería
que talla el pájaro en su arrobo fiel.

Y el trino evoca las mañanas de oro,
cuando en el esplendor de la pradera,
rompe a cantar sobre la cruz del toro
su gloriosa fruición de primavera.

Y la vendimia audaz, cuando al arrimo
de los pámpanos de oro y de arrebol,
la sombra violeta del racimo
se inquieta en su evasivo tornasol.

Y el nido ajeno en que, bravío intruso
sin vivienda ni tálamo, desova,
no más cauto del huevo que allá puso,
que de las perlas sueltas de su trova.

En claro azul florece como el lino
la limpidez del cielo pastoril,
y parece que el aire, con el trino,
se pone más vibrante y más sutil.

Múllese en las campiñas el descanso.
Dulce, beatitud el alma enerva.
Y el tiempo corre delicioso y manso
como un agua dorada entre la hierba.

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