Su andar de doncella inquieta
pone la angustia del yerro
en las narices del perro
y el cañón de la escopeta.
Pero, al abrigo falaz
de la hierba fresca o mustia,
también tiembla en dulce angustia
su silbido montaraz.
Así, en tal desasosiego,
y ante todo azar perpleja,
su timidez empareja
con la gleba del labriego.
Atenta al más leve tris
que, agazapándose, escucha,
parece que la encapucha
la estepa del campo gris.
Todo el color que así pierde,
como en brillante renuevo
pinta su morado huevo
que en la martineta es verde.
Y tras el natal terrón,
o al despavorido vuelo,
zumba en su eterno desvelo
la saña del perdigón.
miércoles, 17 de agosto de 2011
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