jueves, 4 de septiembre de 2008
Las aves y el otro mundo.
El alma del difunto, transformado en pájaro, inicia su vuelo al otro mundo. Antigua imagen egipcia.
El aire no ama las cavidades. Prefiere expandirse como viento y recorre amplitudes del cielo. Lo aéreo que visita los pulmones del hombre lo hace a condición de un rápido regreso al espacio abierto. En la tierra, el mamífero humano solo se funde con el torrente aéreo, sólo vive plenamente las riquezas del aire, en el momento de la inhalación y la retención pulmonar. Vivimos con el oxígeno únicamente de manera fugaz, discontinua, intermitente.
Sólo el pájaro fue misteriosamente creado para ser continua vida en el aire. Recordemos al vencejo y sus nueve meses de suspendida existencia en el cielo.
Y el ave es también el ser que mantiene una constante comunicación entre este mundo y el más allá, el otro mundo.
Para la antiguas culturas, el otro mundo es el reino de los muertos, la morada de los dioses, o una tierra o isla de eterna abundancia (8). La magia geografía del otro mundo siempre se halla en los confines, en finis terre. Entre los egipcios, el prototipo de tierra fabulosa situada en la lejanía del otro mundo es el País del Punt (también llamada Tanetjer, "la Tierra del dios"). Allí arribo la famosa expedición de la reina Hatshepsut (XVIII dinastía), quien trajo "las maravillas del Punt", que se distinguían por sus aromas o fragancias, signos de una tierra fértil especialmente bendecida por los dioses. Sólo una expedición encabezada por un faraón, por un dios en este mundo, podría arribar hasta la remota otredad del Punt (9).
Entre los sumerios existió Dilum, la tierra que algunos mitos del Sumer identificaban con el Edén o Paraíso, con un sitio donde moran y habitan los dioses, "el lugar donde el sol nace" (10).
Las tierras míticas situadas en la lejanía del espacio geográfico son numerosas entre los griegos y romanos. La vida sosegada, feliz, acontece en lugares como la Isla Esqueria, la patria de los feacios; la Tule de Piteas, la tierra ubicada en el extremo septentrional del mundo; los Campos Elíseos, el paraíso que, en la Odisea, Proteo predice a Menelao como destino final de las almas justas; las Islas de los Bienaventurados, sitio donde los héroes vivirán felices exentos de dolores y colmados de abundancia; el Jardín de las Hespérides, donde las manzanas entregan frutos de oro durante todo el año; o la Tierra de los Hiperbóreos, donde sus habitantes viven en la continua alegría, entregados a la danza, a la contemplación y la veneración de su dios preferido: Apolo. Entre los romanos, además de las creencias en los Campos Elíseos y las Islas de los Bienaventurados, existió también una exaltada admiración por las Islas Afortunadas (11).
En todos los casos, la lejanía y el dificultoso acceso hacen de estas islas y tierras maravillosas moradas o estancias que trascienden la existencia humana corriente. Estos sitios extraordinarios carecen de una ubicación geográfica precisa. Son el otro mundo, aunque siempre situados en los confines de nuestra propia realidad habitual. Esta inclusión de las tierras míticas fabulosas en los extremos de la geografía conocida hace que tanto el mundo corriente y el otro mundo se hallen bajo un mismo cielo. Todas las tierras, humanas o divinas, palpitan bajo el único cielo. Cielo constante. Espacio sin divisiones. Y sólo las aves que vuelan, migran, reinan en el cielo indiviso. En el espacio celeste sin escisiones.
Nada perturba el cielo único. En la cúpula pueden surgir aéreos tapices de nubes. Cúmulos de vapores que cambian lentamente sus formas y exhiben rostros con distintos colores. Blancas nubes a veces y, otras, nubes tiznadas de tinturas plomizas o de negras tonalidades sombrías. Nubes que corren como corceles y alteran sus tonos y figuras. Y crean bellos y rosados valles en ocasiones, y coléricas tormentas en otras. Y, en especial durante la tempestad, la bóveda parece desgarrada, triturada por distintos enjambres nubosos. Y por rayos. Y por lluvias. Y vientos de ásperos susurros. Pero los follajes de nubes siempre se desvanecen, y revelan entonces el cielo que, tras la agitación y multiplicidad nubosa, permanece constante. Único. El cielo sin divisiones. La cúpula constante donde brilla el reino de las aves.
Pero nuestro espacio es páramo de lo dividido, de lo fracturado y separado. Las culturas y países han impuestos fronteras, banderas y lenguas diversas. Las divisiones de la humanidad fragmentan la geografía. Pero también dos elementos nutren las divisiones: el agua y la tierra.
El agua y la tierra dividen. El vasto suelo de los continentes y las amplitudes del mar, se excluyen, se mantienen separados, divididos.
Pero el cielo es continuo. No es espacio dividido por los continentes y los grandes mares separados entre si. Y el pájaro es el único ser que habita el cielo constante. El espacio no dividido.
Las aves vuelan por el cielo único. Son los únicos seres orgánicos que lo habitan. Sólo las aves existen en el mundo de arriba, ajenos a las divisiones entre la tierra y el agua. Entre los estados y las banderas.
Caso paradigmático de la vida en el cielo continuo es, otra vez, el vencejo. Y, a través del firmamento sin divisiones, podemos arribar a todas las regiones, y unir los dos mundos distantes. Así lo hace el charrán ártico, héroe de desmesurada resistencia que ya conocemos. Mediante dos viajes al año. El charrán une su hogar de nacimiento con el otro extremo del mundo. El charrán vive entonces en dos mundos, asociados a los dos polos. La realidad desdoblada de estos dos mundos separados por una gran distancia se corresponde con la creencia mítica entre el hogar de los mortales y el más allá, el segundo mundo, ubicado siempre en los confines, en la máxima lejanía.
Y la mejor vía para unir los dos mundos es el aire, las rutas celestes. Porque el cielo es materia sutil, es espacio vacío que permite contener y proteger los dos mundos de la imaginación mítica y todos los mundos posibles. En el movimiento a través del cielo respira el secreto de la comunicación entre todos los mundos. De ahí que el ala y el vuelo es el medio para unir nuestro pequeña realidad conocida con las islas o tierras míticas en los confines, en el más allá.
El vuelo de pájaro es vuelo al más allá. Quizá, las más antigua intuición de los poderes místicos del vuelo de ave es la que dimana el hombre pájaro en una de las paredes de la cueva prehistórica de Lascaux (12). Un chaman siberiano evenki se vale de cuatro pájaros de madera tallada para asegurarse el paso al otro lado. Primero, el águila para protegerse de los malos espíritus; luego, el cuervo que vela por su integridad durante el trance; tercero, el cisne que lo guía y conduce al más allá; y, por ultimo, el pájaro carpintero que le otorga poderes curativos. Para arribar al mundo espiritual los chamanes siberianos nganasanos se convierten en Gavia Stellata, una especie de ave buceadora ártica cuyos ásperos sonidos conmocionan el espíritu. (13)
Para viajar hacia el mundo de los muertos, luego de su muerte el alma de un navajo se transforma en búho. Entre las tribus amazónicas, el difunto deviene colibrí. Los chamanes de los inuits canadienses se convierten en un oso polar para arribar hasta el otro lado porque, al nadar en las aguas transparentes, el fornido animal pareciera volar (14). Entre los egipcios antiguos, el alma era representada por un pájaro posado sobre el sarcófago de la momia (15).
El vuelo del pájaro, la travesía de las aves migradoras, nos revelan partes de las posibilidades del cielo.
Lo celeste es camino abierto hacia los diversos mundos. Comprender la geografía sutil del cielo y sus fuerzas como lo hace el pájaro, es traspasar la puerta abierta hacia todos los pliegues de la realidad. Volar en la altura es el más alto poder de proyección hacia todo lo que pueda existir en el espacio. Es la negación del laberinto terrestre, de la arquitectura intrincada que castiga con el alejamiento y la incomunicación, con la confusión y el no avanzar, el no proyectarse ya hacia ninguna parte.
En sus vuelos en el cielo, para evitar el extravío, el pájaro es receptivo a figuras de la tierra, a sonidos, olores, las posiciones de los cuerpos celestes, y las invisibles líneas magnéticas. Esta intensidad perceptiva revela una abertura al espacio sensible que vibra y habla y dice mediante señales. El cielo del ave es espacio vivo que comunica. Una forma de la percepción del mundo natural en las antípodas de la indiferencia, el no decir o comunicar nada del cielo para el hombre moderno y urbano.
Y el vuelo eleva los ojos de las aves hasta la altura. La mirada del ave es la que más se acerca a la contemplación del mundo físico real. Solo desde lo alto la geografía revela la continuidad entre las tierras y los mares bajo el cielo único que los ampara y les obsequia las renovadas corrientes de la luz diurna y nocturna. Apreciadas desde arriba, las regiones diversas son una sola exhalación donde viven los bosques y las especies numerosas, los nacimientos y las muertes, los resplandores de los metales, de las aguas, y de los rostros de los animales, y, entre ellos, el del hombre.
Solo un ojo suspendido en la cima celeste descubre el cuerpo vasto y circular del planeta; sólo el ojo que vuela y migra a través de las rutas de la bóveda, sabe descubrir la plenitud del espacio.
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