Un pájaro
alza vuelo a ras de la playa,
un pájaro o un mundo
abriéndose
de par en par;
como está abierta
la vida
cuando vemos
que está mostrando,
cuando la miramos
sin buscar un porqué.
Cien años me parece que hace que te perdí, ¡maravilloso mundo de los pájaros! ¡Oh, pájaros benditos que revuelan, zorzal de pico de oro que trina dulcemente tras las lluvias de abril, mística voz del cucu en la espesura, y pico carpintero de los campos oreados, y sobre todos ellos, remontadora alondra por quien el cielo azul palpita en éxtasis! No sólo en esta isla; más allá de los mares que la circundan, lejos vuela, rauda memoria a más brillantes tierras, y recuerda a la paloma y a la golondrina, y la garrulería de los loros en los templados bosques, y los vastos pantanos encantados donde moran el ibis y el flamenco. Y es de esos mundos de donde he venido hasta este triste Londres que ahora habito contigo, ¡oh gorrión!, y a menudo no me queda otro amigo que tú en mi soledad. Como el desesperado prisionero en su celda, oye cantar al grillo y su chirrido lo hace olvidar al sol y a la alegría. ¡Oh, callejero, nómade y alado, pájaro polvoriento, pequeño basurero, tu solo nombre ya enfurecería al ambicioso bardo; sorpréndate ostentar esta victoria! Porque yo he conocido a los monarcas y a los gloriosos nobles de tu raza; — humilde y ruin embajador tú eres — los pájaros de crestas imperiales y purpúreos vestidos de espléndida escarlata, blancos cisnes nupciales, y miles de tanagras teñidas de arco iris. ¿Cómo pudiste renunciar a tus fueros? ¿La libertad del bosque donde había fuentes para tu sed, sabrosas frutas, has cedido por esto? ¿Y largos años de voluntario exilio de la dulce Natura, has vivido nutriéndote de mohosas migajas? ¡Oh innoble pájaro!, prisionero en atmósfera sombría, desoladora, todo lo ennegrece, eres como moneda ya ilegible aun para el anticuario más astuto. Has perdido las marcas que señalan tu clase, el brillo que te dio Naturaleza, nebuloso y confuso aun para el ornitólogo. eres, pájaro ambiguo, una cosa ofensiva. A veces a mí mismo me enoja tu organillo que hace volar todos mis pensamientos, y hasta te entregaría a la justicia. No tienes el recato de tu especie ni la veneración hacia el hombre temible, bullanguero insolente, enhollinado, eres para el artista el deshollinador entre los pájaros. Rudamente te hablo con libertad de amigo,
y sé que sin embargo yo te amo, gorrión, y son tus voces para mí que he vivido en tierras del verano, sensibles portadoras de alegría, como aquel que pasea solitario y al caer de la tarde escucha el canto del petirrojo, en soledad de invierno. ¡Oh, mi perdida Musa! Si aún perdura tu espíritu después de largo olvido, debes agradecerlo a este fiel bienvenido visitante, cuyo pequeño silvo se destacó entre la discordancia de los ruidos, como la flor que en primavera brota entre las rocas desoladas, para alegrar mi exilio, y hacer sonar de nuevo mi ya antiguo y mohoso instrumento, el que antaño tañía; y cantaré al gorrión mi último cántico, aunque bajo mis dedos den las cuerdas un extraño sonido; el del tiempo que todo lo transforma. Alta y jovial suena tu voz al alba entre escasos y débiles sonidos, antes que sordos truenos subterráneos a sacudir comiencen a las casas. y se llenen las calles de tránsito ruidoso. Ya da tu voz su bienvenida al día. ¡Pero a qué día! Sucio y triste su rostro envuelto entre neblinas incoloras y heladas, se agazapa con pasos silenciosos por las oscuras calles solitarias. ¿No se parece acaso como hermana y hermana a la pobre mujer cuyas mejillas ostentan su miseria, ya tristes y arrugadas por las lluvias nocturnas bajo los arcos del amargo puente? — ¿Cómo puedes, gorrión, dar bienvenida al día tempestuoso, desde este tu refugio en la ventana, o allá en las chimeneas cambiadas por las ramas que susurran al viento, bajo las tejas que el hollín ensucia, preferidas al toldo de las hojas? Sube hediondo vapor de las sórdidas casas en vez de la fragancia de las flores. En cambio de los bosques estrellados esta desolación que espanta, este desierto de edificios rígidos sucios de humo, que el espectro habita de la miseria. Y las vetustas torres de nubes y de piedra las casas gigantescas, y castillos de desesperación, iluminados por vacilantes luces. ¿Cómo puedes, gorrión, dar bienvenida a día tan impuro? No se siente el zorzal de garganta de oro más gozoso que tú, cuando despierta allá en su obscuro bosque, y en la hora en que las hojas tiemblan y susurran ante el fragante hálito de la mañana de ojos azulados. Jamás el día llega sin que yo te bendiga, valeroso gorrión, fiel eslabón viviente que con pasado inmemorial nos liga. ¡Oh, alegre corazón de casa melancólica! En mil lúgubres años guardián de jubilosas tradiciones, heredaste la gloria de la naturaleza, de la Inglaterra siempre alegre. Nunca de tu osada elección te arrepentiste. Compañero del hombre, desde siglos en el Londres sombrío, desde el tiempo en que los cuartos bajos de techumbre se llenaban de aroma de estivales praderas, donde gozosos niños voceaban, recogiendo los lirios que flotaban como flota entre los juncos espantando a las tímidas zancudas. Al despertar por la mañana, cuando aún refracta el embrujo del ensueño la luz de la conciencia, oigo tu suave voz — murmullo de agua, o tiento entre los árboles antiguos que la luna ilumina — , y me salgo a vagar con pies ligeros. Yergue el cieno ante mi su cornamenta entre obscuros heléchos espantado, se abren ante mis ojos ilimitados páramos, y busco allí a la límpida mañana inmaculada de rocío, y huyo a otra región buscando su llegada, andando entre palmeras que se yerguen inmóviles pilares, de catedral inmensa y blanquecina. ¡Hija del sol, sagrada, alza hacia ti mi corazón, dulce mensajera del alba! Se apagan las estrellas, caigo desvanecido al borde del sendero, y me oprime el incienso que se levanta de miles de silvestres flores porque ya todas saben mi venida. ¡Mirad cómo se alzan inmensas entre nubes y neblinas las temibles montañas! Con incorpóreos pies por ellas trepo hasta encontrar al muerto dios del Inca. ¡Oh, gloria que te acercas velozmente, no me ciegues con dardos inefables) Despierta en mí de nuevo la sagrada pasión de lo pasado, durante largo tiempo ahogada en sangre por ignaros espíritus, que a los que te adoraban destruyeron. Me siento desmayar, en ti sosténme o llévame otra vez hasta la tierra,. Mis pies sienten apenas la nube giratoria, ¿o es que tocan aún en la terrible cima del mundo? Lejos, allá abajo se mueve el obscuro azulado del océano, alzan sus olas crestas refulgentes. ¡Jubilosa la tierra solitaria! ¡Ríen los ríos! Las colinas ceñidas de boscaje coronadas de nieve se levantan con una eterna majestad desnuda; se han envuelto en la púrpura y el oro alegres porque vienes. ¡Ya se desvaneció mi sueño, cuando el esplendor del sol me enceguecía, dejándome esta pálida, esta espectral mañana! Con mi sueño te fuiste, ¡oh, mi alegre recuerdo!, y en tu huida, llamas a tus parleros camaradas tal vez de otro soñar inspiradores, desde techos envueltos entre nubes, para volar con ellos en rumorosa lluvia de gorriones, a tomar en las calles el febril desayuno, sin temor al barullo que allí atruena. Eres como el petrel intrépido y errante que conoce la furia y la desolación del océano, meciéndose en sus olas tumultuosas. Como él, cosechador de quien nadie hace caso, vuelas hacia el futuro, y tú serás de la Naturaleza el único testigo del instante postrer, en que el murmullo de los pasos humanos vaya disminuyendo en las ruinas del mundo, hasta morir en el silencio eterno. (Versión de Eduardo González Lanuza, sobre una traducción literal de Fernando Pozzo y Patrick Dudgeon. La Nación, Buenos Aires, 18 de agosto 1941).
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