"... la Patria no ha de ser para nosotros
nada más que una hija y un miedo inevitable
y un dolor que se lleva en el costado
sin palabra, ni grito.
Por eso, nunca más hablaré de la Patria".
(Leopoldo Marechal)
.....................................
Paloma, palomita
paloma, palomay.
Pequeña rosa blanca,
temblando en mi balcón
que sea tu perfume
de flor enamorada
el que le hable de mi amor.
A aquella bien amada
que vive en mi canción
y es tan hermosa y clara,
como ninguna y nada
jamás recuerde yo.
Hay quienes la han nombrado
quitándole el honor
y oscuros encerraron
con muros y candados
su noble corazón.
Pero otros sin embargo
en nombre del amor
rompieron sus cadenas
quitándole la pena,
pidiéndole perdón.
Nosotros los iguales,
los nadie, si señor,
ahí vamos al amparo
de su amoroso manto
regándole la flor.
El picaflor
Run ... dun, run... dun ... Y al tremular sonoro
Del vuelo audaz y como un dardo, intenso,
Surgió de pronto, ante una flor suspenso,
En vibrante ascua de esmeralda y oro.
Fué color..., luz..., color... A un brusco giro,
Un haz de sol lo arrebató al soslayo;
Y al desaparecer con aquel rayo,
Su ascua fugaz carbonizó en zafiro
Del vuelo audaz y como un dardo, intenso,
Surgió de pronto, ante una flor suspenso,
En vibrante ascua de esmeralda y oro.
Fué color..., luz..., color... A un brusco giro,
Un haz de sol lo arrebató al soslayo;
Y al desaparecer con aquel rayo,
Su ascua fugaz carbonizó en zafiro
La tórtola montaraz
Bajo el denso tallar cuyo reposo
promete al alma soledad eterna,
se compunge su arrullo misterioso
en musical retumbo de cisterna.
Con un lento llorar de hoja marchita,
mulle el bosque otoñal pálida alfombra,
y en la queja recóndita palpita
el corazón profundo de la sombra.
Gloria solar
Al pie del tala inmóvil y sombrío,
rueda lentejas de oro el manantial,
y un canto, triolio, triolio,
rompe al sol de la siesta: el cardenal.
Brilla la brasa audaz de su copete
con un erizamiento casi cruel;
y su arrogancia de gentil cadete
florece en ella como en un clavel.
Mientras con perezoso cuchicheo
sopla el bochorno un hálito de fragua,
pule como un diamante su gorgeo,
sutil cristal en que se alegra el agua.
La perdiz
Su andar de doncella inquieta
pone la angustia del yerro
en las narices del perro
y el cañón de la escopeta.
Pero, al abrigo falaz
de la hierba fresca o mustia,
también tiembla en dulce angustia
su silbido montaraz.
Así, en tal desasosiego,
y ante todo azar perpleja,
su timidez empareja
con la gleba del labriego.
Atenta al más leve tris
que, agazapándose, escucha,
parece que la encapucha
la estepa del campo gris.
Todo el color que así pierde,
como en brillante renuevo
pinta su morado huevo
que en la martineta es verde.
Y tras el natal terrón,
o al despavorido vuelo,
zumba en su eterno desvelo
la saña del perdigón.
pone la angustia del yerro
en las narices del perro
y el cañón de la escopeta.
Pero, al abrigo falaz
de la hierba fresca o mustia,
también tiembla en dulce angustia
su silbido montaraz.
Así, en tal desasosiego,
y ante todo azar perpleja,
su timidez empareja
con la gleba del labriego.
Atenta al más leve tris
que, agazapándose, escucha,
parece que la encapucha
la estepa del campo gris.
Todo el color que así pierde,
como en brillante renuevo
pinta su morado huevo
que en la martineta es verde.
Y tras el natal terrón,
o al despavorido vuelo,
zumba en su eterno desvelo
la saña del perdigón.
El cacholote
Agobia un árbol con la pesadumbre
de su nido de mal trabada leña.
Su erizado copete se desgreña
sobre el plumage de color de herrumbre.
Turbulento, parece que relincha,
sorbe al descuido el huevo de la clueca,
y a veces, su azulada pata seca,
algún robado pichoncillo trincha.
Suaviza un remoto eco de montaña
su pífano de rústica dulzura,
y parece aclararse de frescura
la honda felicidad de la campaña.
de su nido de mal trabada leña.
Su erizado copete se desgreña
sobre el plumage de color de herrumbre.
Turbulento, parece que relincha,
sorbe al descuido el huevo de la clueca,
y a veces, su azulada pata seca,
algún robado pichoncillo trincha.
Suaviza un remoto eco de montaña
su pífano de rústica dulzura,
y parece aclararse de frescura
la honda felicidad de la campaña.
Los Captaros
y atardando un vuelo, como el sueño, blando,
los cisnes negros cuellos van cruzando
por el blanco abismo del claro de luna.
Y "¡cáptaro, cáptaro!", grita el delantero,
y "¡cáptaro, cáptaro!", responde la banda,
al hallar el charco que buscando anda,
borrado de luna todo derrotero.
Que así, en extraviados delirios azules,
cuando la alta luna congrega su tropa,
confunden con Ledas las piezas de ropa,
o en las azoteas se estrellan, gandules.
Piérdense un instante detrás del barranco
mas, pronto, su giro veloz no vacila,
y sobre la plata del agua tranquila
caen en un leve relámpago blanco.
La luna, embriagándolos con su albo destello,
creó su sedosa blancura de perla,
y un poco de noche les quedó al beberla
en la prominente redoma del cuello.
No mancha la inmensa claridad un tizne,
y la luna, extática sobre los paisages,
sueña como un ángel cándidos celages
en que desparrama su pluma de cisne.<
El aracucú
La medianoche, sobre la montaña,
trasluce como una uva un torvo azul...
Más lóbrego el ramage se enmaraña...
y en un gemido de dulzura extraña
llora la selva: Ar...rrra, cu-cú, cu-cú...
Lento río de estrellas vuelca el cielo...
Llénanse de fragancia la quietud...
Y el pájaro invisible, en su desvelo,
llora sin esperanza de consuelo,
doliente y fiel: Ar... rrra..., cu-cú, cu-cú...
La soledad suspira desde el soto
un profundo frescor; se agrava aún,
y más la llora aquél gemido ignoto,
a la vez tan cercano y tan remoto
como la muerte: Ar... rrra, cu-cú, cu-cú...
trasluce como una uva un torvo azul...
Más lóbrego el ramage se enmaraña...
y en un gemido de dulzura extraña
llora la selva: Ar...rrra, cu-cú, cu-cú...
Lento río de estrellas vuelca el cielo...
Llénanse de fragancia la quietud...
Y el pájaro invisible, en su desvelo,
llora sin esperanza de consuelo,
doliente y fiel: Ar... rrra..., cu-cú, cu-cú...
La soledad suspira desde el soto
un profundo frescor; se agrava aún,
y más la llora aquél gemido ignoto,
a la vez tan cercano y tan remoto
como la muerte: Ar... rrra, cu-cú, cu-cú...
La lechuza
Evocando tristes cruces
y cosas de sepultura,
prende ante la cueva oscura
su linterna de dos luces.
Cierra un claro anochecer
lentos ojos de amatista,
y ella al caminante chista
o habla con voz de mujer.
Y en aquél falaz remedo
de incomprensible palabra,
pone su burla macabra
la loca risa del miedo.
y cosas de sepultura,
prende ante la cueva oscura
su linterna de dos luces.
Cierra un claro anochecer
lentos ojos de amatista,
y ella al caminante chista
o habla con voz de mujer.
Y en aquél falaz remedo
de incomprensible palabra,
pone su burla macabra
la loca risa del miedo.
El ataja-caminos
que un tardo crepúsculo tapa de ceniza,
su evasiva sombra de espectro desliza,
o, pegado al suelo, se borra en la arena.
Más meditabunda pónese la calma.
El paso, más sordo, la arena derruye.
Y en el suave pájaro que va, vuelve y huye,
parece que al campo se le turba el alma.
El tero
¡Tero-tero, tero-tero!...
Y fingen, rojas y alternas,
sus aceleradas piernas
los canutos del flautero.
¡Tero-tero!... Y así embauca
con su propio grito iluso,
lejos del huevo confuso
de pinta pecosa y glauca.
Todo el campo se alborota
y con premioso desvelo,
en un concéntrico vuelo
ya el grito en el aire flota.
En su ala picaza oscila
el sol que al trasluz la esmalta,
y parece que en voz alta
se alegra la luz tranquila.
Desde el rancho, hacia el camino
mira alguien desde la puerta,
porque nunca desacierta
su anuncio de buen vecino;
que así, de noche o de día,
siempre cerca de la casa,
al ruido de lo que pasa
suelta su grito a pofría.
Grito familiar que el viento
lleva por llanos y charcas,
aunque, según las comarcas,
tiene distinto el acento.
Grito que al compás del ala
va en perentorios rechazos,
cual si espantara a cañazos
a la gente intrusa y mala.
Así, de intrépido modo
avizoran hembra y macho,
erguido el negro penacho,
pronto el espolín del codo.
La gola que se le crispa,
fugaz tornasol dilata,
y el espolín escarlata
adquiere un brillo de chispa.
O bien, con sagaz remusgo,
al soslayo se agazapa,
bajo su evasiva capa
de adecuado color musgo.
Y así vigila expedito,
con firmeza valerosa,
siempre claro el ojo rosa,
pronto siempre el claro grito.
¡Tero-tero! con la aurora
que ruboriza ese alarde.
¡Tero-tero! con la tarde
que nubes y campos dora.
¡Tero-tero! en el estero
que va la sombra aplomando.
Y en el plenilunio blando,
¡Tero-tero, tero-tero!...
Y fingen, rojas y alternas,
sus aceleradas piernas
los canutos del flautero.
¡Tero-tero!... Y así embauca
con su propio grito iluso,
lejos del huevo confuso
de pinta pecosa y glauca.
Todo el campo se alborota
y con premioso desvelo,
en un concéntrico vuelo
ya el grito en el aire flota.
En su ala picaza oscila
el sol que al trasluz la esmalta,
y parece que en voz alta
se alegra la luz tranquila.
Desde el rancho, hacia el camino
mira alguien desde la puerta,
porque nunca desacierta
su anuncio de buen vecino;
que así, de noche o de día,
siempre cerca de la casa,
al ruido de lo que pasa
suelta su grito a pofría.
Grito familiar que el viento
lleva por llanos y charcas,
aunque, según las comarcas,
tiene distinto el acento.
Grito que al compás del ala
va en perentorios rechazos,
cual si espantara a cañazos
a la gente intrusa y mala.
Así, de intrépido modo
avizoran hembra y macho,
erguido el negro penacho,
pronto el espolín del codo.
La gola que se le crispa,
fugaz tornasol dilata,
y el espolín escarlata
adquiere un brillo de chispa.
O bien, con sagaz remusgo,
al soslayo se agazapa,
bajo su evasiva capa
de adecuado color musgo.
Y así vigila expedito,
con firmeza valerosa,
siempre claro el ojo rosa,
pronto siempre el claro grito.
¡Tero-tero! con la aurora
que ruboriza ese alarde.
¡Tero-tero! con la tarde
que nubes y campos dora.
¡Tero-tero! en el estero
que va la sombra aplomando.
Y en el plenilunio blando,
¡Tero-tero, tero-tero!...
martes, 9 de agosto de 2011
Como un pájaro libre
Como un pájaro libre de libre vuelo,
como un pájaro libre así te quiero.
Nueve meses te tuve creciendo dentro
y aún sigues creciendo y descubriendo.
Descubriendo, aprendiendo a ser un hombre,
no hay nada de la vida que no te asombre.
Cada minuto tuyo lo vivo y muero
cuando no estás mi hijo cómo te espero
pues el miedo, un gusano, me roe y come
apenas abro un diario busco tu nombre.
Muero todos los días, pero te digo
no hay que andar tras la vida como un mendigo.
El mundo está en ti mismo, debes cambiarlo
cada vez el camino es menos largo.
viernes, 29 de julio de 2011
martes, 26 de julio de 2011
San Kevin y el mirlo
Helos aquí: San Kevin y el mirlo.
De rodillas, los brazos en cruz, el santo
Está dentro de su celda, pero la celda es tan angosta,
Que una palma volteada sale por la ventana,
Rígida como una viga transversal, cuando un mirlo
Llega a posarse: pone sus huevos y se dispone a anidar.
Kevin siente los tibios huevos, el pequeño pecho,
La cabeza y garras acurrucadas, se sabe parte
De la gran cadena de la vida eterna,
Y eso lo mueve a piedad: ahora habrá de mantener la mano
Como una rama a merced del sol y de la lluvia semanas enteras,
Hasta que los polluelos rompan el cascarón, echen plumas y vuelen.
*
Y ya que todo esto es algo imaginado,
Imagina que eres Kevin. ¿Cómo estará?
¿En olvido de sí o en agonía todo el tiempo,
Desde el cuello hasta los adoloridos antebrazos?
¿Se le habrán dormido los dedos? ¿Sentirá aún las rodillas?
¿O acaso la mirada en blanco del subsuelo
Habrá trepado a través suyo? ¿Existirá la distancia en su cabeza?
Solo y reflejado claramente en el río profundo del amor,
"Trabajar, sin pretender ninguna recompensa", reza,
Una oración elevada por su cuerpo enteramente,
Pues él ha olvidado el ser, ha olvidado al ave
Y, en la ribera, el nombre del río ha olvidado.
— Versión de Pura López Colomé
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Pd: ¡Gracias Patricia "Pata" Morante por el aporte!
sábado, 18 de junio de 2011
La monjita
Para que nada sus vuelos estreche,
busca, a la siesta, una rama bien sola,
y cae de ella con sesga cabriola
cual si volcara una copa de leche.
Como escribiendo en el aire, revuela;
mas, pronto en su sitio posada,
plegando el ala, de negro bordeada,
sobre de luto le pone a su esquela.
Trémulo pasa un zumbido de insecto.
La avecilla parece más pura
con la quietud. Su perfecta blancura
cobija un silencio perfecto.
Se ahonda en pálido abismo la calma,
y al remoto misterio del campo,
la avecilla revela en su ampo
la blanca y muda presencia de un alma.
El loro
Socarrón, perspicaz, sonoro,
a la casa aturde y alegra
con su ladina lengua negra,
sobre su aro o su percha el loro.
Sabe cantar un tango entero,
los nombres nunca desacierta,
y según llamen a la puerta,
grita: "¡La leche!" o "¡El cartero!"
Ya repite la carcajada
y el rezongo de la vecina,
ya, remedando a la gallina,
miente otro huevo a la nidada.
O apreciando al pelafustán,
con su sagaz ojo de vieja,
le suelta, mientras lo festeja,
una medalla y un refrán.
Y es de admirar con qué decoro
no desprovisto de ironía,
dice a la fámula tardía:
"No se olviden del pan del loro."
Mas, aunque el pan sea muy rico,
apenas hay mejor regalo
que el de darle a mondar un palo
donde pueda gastarse el pico.
También sirve un aro de pipa;
pues, si no se hace de este modo,
el mismo se despluma todo
y al primer frío se constipa.
En el nativo quebrachal,
labra su nido, sin empacho,
agujereándose un quebracho
sobre la línea transversal.
De eso le queda la costumbre;
y así, con cháchara traviesa,
cala una pata de la mesa
o una viga de la techumbre.
Suspenso allá cabeza abajo,
mientras le ofrecen una caña,
con irritante sorna engaña
su balanceo de badajo.
Pero, como es una persona,
en el fondo amable y sensata,
sabe también "poner la pata"
en el dedo de la patrona.
Y habla con tal circunspección
y propiedad tan perentoria,
que oigan ustedes esta historia
que es cosa cierta, no invención:
Un chiquillo que no sabía
que existiese un pájaro que habla,
con su lindo fusil de tabla
junto a un loro se divertía.
Alborotado el pelo de oro,
paróse ante él, impertinente,
cuando de pronto, gravemente,
"¿Cómo te va?", le dijo el loro.
Ante aquel aire de doctor,
que le infundió profundo engorro,
quitándose el chiquillo el gorro,
respondió: "Bien. ¿Y a usted, señor?"...
Porque no en vano él atesora,
cuando libre remonta el vuelo,
en la frente un poco de cielo
y en el ala un poco de aurora.
Como una joya que bien labra,
oro y rubí su pluma integra;
y su ladina lengua negra
saca el oro de la palabra.
Oro de loro que es tesoro
de alegría y de ingenio claro.
Fútil metal que acuña en su aro
con derroche estridente el loro.
La cachila
Un gemidito titila
por el aire, donde, en vilo,
como colgada de un hilo
va subiendo la cachila.
Allá cerca ha hecho su nido,
de la huella que en el barro
deja la mula del carro
al pasar cuando ha llovido.
Y así el pajarillo blando,
entre el riesgo y el estruendo,
vive volando y gimiendo,
muere gimiendo y volando.
La curruca
Crrr... rrric-Crrr... rrric. En la pared que trepa
como un ratón (le llaman la ratona)
en la torre, en el césped, en la cepa,
resalta su minúscula persona.
Con algo de tarántula y de avispa,
corre o vuela, y se engríe bravamente
la prez del ruiseñor, su alto pariente,
en su vivaz crepitación de chispa.
Allá en el caballete de ladrillos
que alberga, con desdén de todo asalto,
un rosado primor de huevecillos,
canta, al sol de las doce, el pico en alto.
Parece que el fulgor la traspasara,
roto en un vidrio, en vívido chapuz.
Y como un botijillo de agua clara,
desborda enajenándose de luz.
jueves, 16 de junio de 2011
El Pito-Juan
En la punta del chopo (tan alta
que se azula) con súbito afán
que su grito clarísimo exalta,
pide a Juan ¡Pito, Juan, Pito, Juan!
A la gloria del sol de la tarde,
su pecho es un largo limón;
y en su grito de intrépido alarde,
palpitar se le ve el corazón.
¡Pito, Juan, Pito, Juan, pito, pito
Pito, Juan!... Y erizado el capuz,
todo su oro se publica en el grito
como abriendo un capullo de luz.
La urraca
Tiene manto negro y celeste,
camisa crema y boina negra;
fiero el pico, y un grito agreste
y matinal, que al bosque alegra.
Con crugido de nuez cascada,
rima sus saltos de perfil.
(También hay la urraca morada
de Misiones y del Brasil).
Estalla el son en su metal.
Y en su lujoso terciopelo,
borra de noche y luz de cielo
mezcla la selva tropical.
La golondrina
(Fotos: Alec Earnshaw)
En la trama ligera
de un girón de neblina,
su primer golondrina
trae la primavera.
Detrás de ella abre el cielo
serenísimo tul,
y en su intrépido vuelo
colúmpiase el azul.
Y los vértigos salva,
tendida al infinito,
y aclárase en su grito
la perla azul del alba.
Cristales de luz quiebra
su presuroso afán,
o prolonga una hebra
de sol, en largo hilván.
O con sutil donaire
su veleta dibuja
en la sublime aguja
del castillo del aire.
O sobre el turbio estero
pasa echando la red,
o estrellado tintero
semeja en la pared.
O parece que llama
solícita al enjambre,
poniendo en un alambre
su alado telegrama.
Pero, no bien se posa,
cuando parte, gentil,
en un ensueño rosa
de tarde pastoril.
Un esplendor sonoro
bajo ella se desliza,
mientras la tarde riza
sus corderitos de oro.
Su V, su T, su H,
pinta en un arrebol,
y engarza su azabache
con su aro ardiente el sol.
En la trama ligera
de un girón de neblina,
su primer golondrina
trae la primavera.
Detrás de ella abre el cielo
serenísimo tul,
y en su intrépido vuelo
colúmpiase el azul.
Y los vértigos salva,
tendida al infinito,
y aclárase en su grito
la perla azul del alba.
Cristales de luz quiebra
su presuroso afán,
o prolonga una hebra
de sol, en largo hilván.
O con sutil donaire
su veleta dibuja
en la sublime aguja
del castillo del aire.
O sobre el turbio estero
pasa echando la red,
o estrellado tintero
semeja en la pared.
O parece que llama
solícita al enjambre,
poniendo en un alambre
su alado telegrama.
Pero, no bien se posa,
cuando parte, gentil,
en un ensueño rosa
de tarde pastoril.
Un esplendor sonoro
bajo ella se desliza,
mientras la tarde riza
sus corderitos de oro.
Su V, su T, su H,
pinta en un arrebol,
y engarza su azabache
con su aro ardiente el sol.
miércoles, 15 de junio de 2011
La tijereta
Ya vuele errática y ligera,
ya pesque al ras un renacuajo,
con el más sorprendente tajo
corta los aires su tijera.
No se oculta ningún tesoro
bajo el paño gris de su capa,
pero su gorra negra tapa
un eréctil capullo de oro.
Su nido expone al huracán
en el gajo m´sa fino y alto,
de donde ve sin sobresalto
al carancho y al gavilán.
Y plantándosele en la nuca,
sin temer su pico de gancho,
ahuyenta al mandria del carancho
hasta raparle la peluca.
El jilguero
En la llama del verano,
que ondula con los trigales,
sus regocijos triunfales
canta el jilguerillo ufano.
Canta, y al son peregrino
de su garganta amarilla,
trigo nuevo de la trilla
tritura el vidrio del trino.
Y con repentino vuelo
que lo arrebata, canoro,
como una pavesa de oro
cruza la goloria del cielo.
Los tordos
Del árbol que aterido se avejenta,
brota de un trino de lírico deleite,
y la siesta invernal se entibia, lenta,
en una suave claridad de aceite.
Poco a poco, otro trino se levanta,
y otro, otro y otros, en concierto tal,
que parece que todo el árbol canta
cual si se hubiera vuelto de cristal.
Pónese a oir, devoto, el campo entero;
oye la casa, y con quietud sumisa,
parpadea en las pajas del alero
el trémulo silencio de la brisa.
No cantan el amor, que aun el invierno
vela los talles con su ambiguo tul;
sino, como soñando en gozo eterno,
la ligera ebriedad del día azul.
Encogido en el nudo de su rama,
cada uno afina el inspirado alegro;
y en su negrura cárdena se inflama
con viva nitidez su ojo más negro.
Y el negro pico ajusta la armonía
con primoroso engaste de joyel.
Alicates de aquella pedrería
que talla el pájaro en su arrobo fiel.
Y el trino evoca las mañanas de oro,
cuando en el esplendor de la pradera,
rompe a cantar sobre la cruz del toro
su gloriosa fruición de primavera.
Y la vendimia audaz, cuando al arrimo
de los pámpanos de oro y de arrebol,
la sombra violeta del racimo
se inquieta en su evasivo tornasol.
Y el nido ajeno en que, bravío intruso
sin vivienda ni tálamo, desova,
no más cauto del huevo que allá puso,
que de las perlas sueltas de su trova.
En claro azul florece como el lino
la limpidez del cielo pastoril,
y parece que el aire, con el trino,
se pone más vibrante y más sutil.
Múllese en las campiñas el descanso.
Dulce, beatitud el alma enerva.
Y el tiempo corre delicioso y manso
como un agua dorada entre la hierba.
El federal
Dilatado en ferviente apogeo
ante el sol que transpone el vergel,
bebe en la onda feliz del gorjeo
una luz que parece de miel.
Su cabeza con ella le arde
como un ascua de claro arrebol,
e infla el pecho en que sangra la tarde,
con el brío de un húsar del sol.
Negra capa, mejor esclarece
aquel noble jubón de carmín,
y al compás de la marcha parece
que la alzara con el espadín.
Profundiza su azul la distancia
comienza la acequia a cantar.
Y un lecho de inmensa fragancia
le tiende el florido alfalfar.
La cotorra
Sobre el gajo trunco de un árbol en ruinas,
cuando es más pesada la solar modorra,
en la inmensa carga del nido de espinas,
su flámula verde pone la cotorra.
Con alborotadas desafinaciones,
llega propalando sus charlas burlescas;
y como en el nido tiene ya pichones,
le cierra la boca con ramitas frescas.
Allá se adormita con vago meneo,
o algún divertido palitroque labra;
y en la somnolencia de su cuchicheo,
se entrecorta un eco que casi es palabra.
El pirincho
Una mecha de paja al desgaire,
que el sol descolora allá arriba,
y un plañido de pito en el aire.
Y dos, tres, cuatro, seis... Comitiva
que llena de pluma sin peso
la rama en que apenas estriba.
Tanto alza la cola con eso,
que parece que en su desatino,
va a soltarnos el huevo azulino
firmado con letras de yeso.